Capítulo I - La muerte de ArassaAún recuerdo el día que
llegué al orfanato de Lunargenta cubierta por aquella harapienta manta. Había
sido guiada hasta allí por las calles de la ciudad por uno de los muchos
curiosos que se habían acercado a la casa tras el conocimiento del
fallecimiento de mi madre.
El edificio resultó ser
pequeño y destartalado, muy diferente al resto de edificaciones que alzaban
imponentes y brillantes a lo largo de la ciudad. Y en la puerta principal me
esperaba una elfa de avanzada edad de la cual solo recuerdo aquel ostentoso
chal que caía más de un hombro que de otro.
- ¿Así que esta es la pequeña
Sunhand? – Murmuró con un chasquido de la lengua. No me atreví a alzar la
mirada del suelo, aún tenía las mejillas húmedas de las largas horas que me había
quedado abrazada al cuerpo inerte de mi madre.
Observé de reojo como el elfo
que me había acompañado asentía levemente. La mujer se acercó hasta mí y caminó
a mi alrededor, como si me estuviera evaluando.
- ¿Y Alastor? -
- Aún no se le ha podido localizar.
Se han mandado emisarios a todos los puntos del territorio de la Horda.-
- Está bien, me quedaré con
ella.- La mujer me empujó hacia el interior del edificio sin decirme nada más.
Cerrando la puerta tras de si, sin siquiera despedirse del hombre que me había
llevado hasta allí. Y ahí, comenzó mi tormento. El odio que sentía por mi padre
iba aumentando a cada día que pasaba encerrada entre aquellas paredes. No solo
no había estado allí cuando mi madre había muerto, sino que me dejaba
abandonada en aquel lugar.
El resto de niños me
recibieron de forma fría. Siempre había tenido una vida cómoda, nunca me había
faltado de nada y siempre me había regodeado con niños de alta cuna gracias a
la fama de mi padre. Pero allí, no era nada, solo era la nueva, de la que se
burlaban por las ropas sucias y rotas que ahora tenía que ataviar y el corte de
mis hermosos bucles que hicieron para “Ahorrar dinero” según la anciana.
Hasta el último día de mi
estancia en aquel orfanato jamás escuché mi nombre ni apellido, siempre había
sido “Tú” o “Esa” y cuando escuché mi nombre de los labios de la anciana me
extrañé. Alcé la mirada del pergamino que aún seguía en blanco sobre mi mesa y
descubrí con sorpresa la figura que me miraba desde la puerta. Un abatido
emisario del sol me miraba con tristeza desde el otro lado de la habitación,
con pasos cansados caminó hasta mí y me abrazó con ternura, sin ser respondido.
- Cariño ¿Te encuentras
bien?.- Mi padre me apartó el flequillo de la cara y me hizo mirarle a los ojos
– Oh… lo siento tanto… Estuve tan lejos que los otros emisarios no lograban
encontrarme.-
- Sácame de aquí – Gruñí de
forma seca. Alastor asintió leve mientras tiraba de mí hasta ponerme de pie.
Con brusquedad arrastré la mano por encima del pupitre tirando los pergaminos y
colores que me habían dado un rato antes para dibujar, desperdigándolos todos
por el suelo, ante la molesta mirada de la anciana.
- ¡Sunhand!- Gritó la mujer
furiosa, pero las tornas habían cambiado nuevamente, mi mirada amenazante se
clavó sobre ella, quien pareció amedrentarse de pronto, dando un paso hacia
atrás. Ya no era una de aquellas niñas del orfanato, volvía a recuperar la
clase que me pertenecía por derecho y por tanto el respeto que me debían tener.
De la mano de mi padre
abandoné aquel lugar, no miré en ningún momento hacia atrás y sentí la mirada
de envidia del resto de huérfanos que me observaban desde la ventana, aquello
me regocijó y me llenó de placer.
Cuando volví a entrar por primera vez en casa un extraño temblor recorrió mi
cuerpo, al ver que mi madre no me esperaba con su habitual sonrisa al otro lado
de la cocina con un plato lleno de deliciosa comida. La casa estaba vacía y
llena de polvo.
Durante los siguientes meses
mi padre luchó porque volviera a llamarle “papá” pero esa palabra no volvió a
salir de mis labios nunca, cosa de la que me arrepentí el día que me di cuenta
de que ya jamás podría volver a decírselo.
Mis cabellos volvieron a
lucir tan brillantes y suaves como era habitual, con la diferencia de que los
bucles habían desaparecido y yo no había manera de que volvieran a decorar mi
rostro, ahora caían lacios sobre mis hombros, casi sin vida.
Cuando me vestí nuevamente
mis suaves vestidos de seda un alo de satisfacción me recorrió. Otra vez en
casa… pero al parecer no iba a durar mucho.
Una noche, pocos meses
después del suceso mi padre me hizo sentarme en uno de aquellos pequeños
sillones que siempre me habían gustado tanto.
- Me tengo que marchar… tengo
que entregar un mensaje – Vi en el rostro de mi padre como aquellas palabras
eran un suplicio para él decirlas, como si cada palabra quemara sus labios. – Y
aún eres demasiado pequeña para que te deje sola… Hablé con la anciana del… -
- Me iré contigo –
- Pero… -
- ¿Piensas abandonarme otra
vez Alastor?¿ Cómo hiciste con mamá? – Mis palabras volaron por el aire hasta
clavarse como un puñal de hielo en el pecho de mi padre, sus labios temblaron
con brusquedad y sus ojos amenazaron con llenarse de lágrimas.
- Claro que no… - Él se giró
con brusquedad ocultando las lágrimas que ahora caían por sus mejillas. –
Partiremos mañana hacia Orgrimmar.-
Y ahí se acabó la
conversación.
Entré en mi dormitorio y
cerré la puerta de un portazo, lo suficiente rápido como para evitar que la
primera gota salada cayera con la habitación abierta.